26/07/2021: Visitas al palacio de soledad

Todos tenemos pacientes que por motivos de inmovilidad o fragilidad apenas salen de sus casas.  Personas que necesitan que, aunque no ocurra nada nuevo, los visitemos para asegurar que nada cambia o acompañarles en sus cambios.  Consiste en sentirlos cerca y que nos sientan con ellos, medicina de constancia.  Supongo que cada MFyC pensará al leerme en unas pocas personas a las que conocen sólo en el escenario de sus hogares, que con frecuencia se cuelan en sus memorias, “¿cómo estará? Hace tiempo que no nos vemos, un día de estos paso por su casa…”  Personas por las que, de vez en cuando, hacen un hueco en su agenda a codazos, maletín en mano salen a la calle, cruzan el umbral de esa puerta conocida y pasan un ratito sentados en el sofá, a la mesa, al borde de la cama.

Lo llamamos domicilios programados, o “pasar a dar vuelta”.  Hoy quiero presentar uno de ellos, las visitas al palacio de Soledad (su pseudónimo no es casual, alerta spoiler).

A Sole siempre le parece bien que pasemos a verla, siempre abre con emoción la puerta de servicio y nos acompaña hasta un salón preparado para las visitas.  Con añeja elegancia nos ofrece un tentemié y se sienta con nosotras para contestar, extensa y atropelladamente, a la única pregunta que permite formular “¿qué tal estás Sole?”.  Empieza siempre de la misma forma “pues mal…” y mis oídos siguen atentos su relato pero mis ojos se escapan e inquietos se deslizan por los detalles de la escena.  La historia de su familia quedó esculpida en los adornos de su casa, el comedor es un santuario a sus recuerdos donde encontrarás viajes de altura impresos  en viejas fotos, cultura clásica almacenada con lomos desgastados y páginas intactas, valiosas herencias de familia que ha ido desapareciendo, regalos que un día transportó el cariño y hoy quedan inmóviles en su vitrina.

Soledad los mira y podría devolverlos a su época precisa en un monólogo que saltaría de uno a otro, evocando una nostalgia infinita.  Recuerda todo lo que ocurrió, sin embargo se olvida cada día de tomarse la pastilla de la tensión.  Venimos para recordarle que es importante que la tome, pero no le gusta que le demos consejos, quiere que nos dediquemos a escucharla.

Tiene una enfermedad neurológica.  Le obliga a levantarse despacio, a caminar con apoyo de una muleta, a pasos cortos, por los recorridos invariables de su casa.  Le fuerza a mover la cabeza como negando todo, todo el tiempo, un movimiento que parece secundar el pesimismo que la envuelve.  Transforma su voz en un susurro tembloroso; diera la sensación de poder agotarse en cualquier momento, y refleja inevitablemente toda su fragilidad.

Sabe que tiene temblor esencial, no es eso lo que la hace llorar cada vez que hablamos con ella.  Echa de menos a su marido, más bien su sombra, lo que fue antes de deteriorarse y entrar en la residencia, echa de menos a su hija, más bien su piel, porque su voz atenta aguarda a una llamada de distancia.

Mira a diario las huellas tras de sí y echa de menos a quien las hizo, una mujer más joven y más acompañada.  Tiene miedo de seguir pisando y que ya no queden huellas que dejar, y llora, siempre llora.

Soledad se ha instalado en los relatos melancólicos de su pasado y se ha encerrado entre los muros de un palacio que la entiende.  Ni su hija, que habita al otro lado del teléfono, ni nosotras, que visitamos el palacio con frecuencia, podremos rescatarla de sus recuerdos, liberarla de su pena, cerrar la puerta al despedirnos sin saber que se queda llorando en su palacio.



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